El recital que ofreció el legendario pianista Yefim Bronfman en el Teatro Principal de Alicante deslumbró a un público entusiasta que disfrutó de su sentimiento y maestría desde la primera nota hasta la última de los tres bises con los que agradeció la entrega de los apasionados asistentes al concierto. La gente no tenía ganas de abandonar la sala porque la música de Bronfman alimenta el espíritu por su pasión, precisión, claridad y facilidad para ejecutar pasajes de altísima dificultad.
Bronfman demostró porqué es uno de los artistas más apreciados por la Sociedad de Conciertos de Alicante y porqué está en el olimpo mundial de los músicos excepcionales. Ofreció un concierto monumental ante una sala repleta de personas ávidas de disfrutar con su arte. El programa, cuidadosamente seleccionado, exigió una gran capacidad de adaptación del pianista a obras de diferentes épocas y mundos sonoros distintos. Esta metamorfosis constante permitió al artista mostrar todas sus altísimas capacidades y deslumbrar con su técnica virtuosa, su poderosa ejecución llena de matices y su profundidad musical.
Sin duda se trata de un artista que desprende magnetismo por su concentración y entrega, lo que le permite conectar con el público de manera profunda. Su interpretación fue soberbia, un ejemplo de precisión, agilidad y control del instrumento, con una capacidad extraordinaria para expresar la esencia de la música.
La primera parte del recital se inició con la Sonata en Fa mayor, K 332, de Mozart, una obra genial que destaca por la riqueza melódica. Bronfman tocó con elegancia y claridad, al tiempo que supo compartir la gracia y el encanto de la música mozartiana, con un toque ligero y preciso en los pasajes más delicados. En los momentos de mayor intensidad, la música alcanzó una sonoridad rica y expresiva, desgranando una amplia gama de emociones desde la alegría hasta la melancolía y la introspección. Especialmente brillante estuvo Bronfman al abordar los pasajes rápidos y complejos del tercer movimiento.
A continuación, acometió Arabeske en Do mayor, Op 18, de Schumann, una composición que es mucho más que una mera exhibición de virtuosismo. Es una obra llena de lirismo, contrastes y una profunda expresividad romántica. La melodía principal que da inicio a la obra sonó con una belleza melódica que se quedó grabada en la memoria de los asistentes. Bronfman sumergió a los asistentes en la atmósfera íntima y evocadora de esta obra, con una expresión llena de sensibilidad y pasión. Los pasajes más virtuosos, como los rápidos arabescos y los trinos brillantes, fueron ejecutados con una técnica impecable.
La primera parte concluyó con Imágenes, Libro II, de Debussy, una obra crucial del impresionismo musical. Bronfman tuvo la habilidad de extraer una amplia gama de texturas del piano, creando una experiencia auditiva envolvente, recreando una atmósfera onírica llena de misterio. En Cloches à travers les feuilles, evocó con especial gracia el sonido de las campanas con un toque delicado y vibrante, mientras que en Et la lune descendre sur le temple qui fut creó un ambiente de ensueño y melancolía a través de armonías ricas y evocadoras. En el movimiento final, Poissons d’or, la más exigente, Bronfman fue un torbellino de virtuosismo y color, con pasajes rápidos y brillantes que recordaron el movimiento de los peces en el agua.
Tras un breve descanso, Bronfman regresó al escenario para interpretar la Gran Sonata en Sol mayor, Op. 37, de Tchaikovsky, una obra colosal de gran envergadura y máxima complejidad, rica en contrastes, lirismo que solo está al alcance de muy pocos virtuosos de la gigantesca talla de Bronfman. El pianista abordó esta obra con una determinación, energía y pasión desbordantes. El público estuvo absorto la media hora que duró la poderosa y emotiva ejecución. Los pasajes de mayor dificultad, como los arpegios ascendentes y descendentes, las octavas veloces y los acordes resonantes, fueron ejecutados con una precisión y una fuerza portentosas. Bronfman supo transmitir la intensidad dramática y el lirismo melancólico de esta obra, creando momentos de inolvidable emoción. En la interpretación de esta composición exigente y colosal, el pianista sobresalió en los momentos clave de la sombría introducción del primer movimiento; la belleza lírica y emocional del segundo en el que el pianista “cantó con el piano”; el carácter juguetón, la velocidad de ejecución inusitada y el torbellino de energía del scherzo; y, para cerrar en lo más alto, la fuerza arrebatadora, el control y la claridad del fraseo del Finale.
Los espectadores, extasiados, puestos en pie, agradecieron el inolvidable regalo con una ovación sin fin, que hizo salir a saludar a Bronfman repetidas veces. Para compensar tanta gratitud y cariño, el maestro, ya más relajado, les obsequió con tres obras primorosas: Otoño, de Las estaciones, de Tchaikovsky; Prelude Op 23 n.º 5, de Rachmaninov; y Estudio n.º 12, de Chopin.